19 de septiembre: ¿Qué aprendimos?

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Perdimos la oportunidad de aprender
mejorar en 1985. ¿Y en 2017?

LA CIUDAD DE MÉXICO FUE CONSTRUIDA EN UN LUGAR PÉSIMO, en el que a nadie antes se le había ocurrido estar.

Después del larguísimo viaje que realizaron los fundadores desde Aztlán y en el que nadie los quiso recibir, al final, los aztecas decidieron quedarse al centro del lago formado dentro de un valle y fundar México Tenochtitlán (la versión bonita es la del águila y la serpiente).

Lo que parecía como el último rincón disponible en todo el territorio, se convirtió en una posición estratégica para los mexicas y de ahí su trascendencia.

Después, cuando llegaron los españoles, decidieron quedarse y fundar una ciudad en el mismo lugar a pesar de lo adverso de la geografía.

Ni las inundaciones y temblores que destruyeron la capital de la Nueva España a lo largo de los siguiente siglos fueron suficientes para mover la ciudad (inclusive, alguna vez se pensó mover la Ciudad de México a lugares lejanos, como Tacubaya). Una y otra vez, la ciudad se reconstruyó.

Ya en el México independiente, la Ciudad de México estuvo casi un siglo intacta y deteriorándose poco a poco, hasta que durante el Porfiriato empezó a modernizarse y adquiriendo parte de la fisonomía e infraestructura que hoy tiene (avenidas, edificios, colonias, etc.).

Tras la Revolución, la ciudad empezó a crecer aceleradamente debido a la migración proveniente de otros estados, especialmente de zonas rurales; y ya para mediados del siglo XX, el desorden se generalizó gracias a, por una parte, una especie de ansiedad de progreso del gobierno y, por otra, a la corrupción que imperaba y que permitió construir en zonas todavía manos aptas para vivir, así como impulsar el desarrollo de grandes avenidas que privilegiaban a los autos.

Pero en 1985 vino un recordatorio con el terremoto: la Ciudad de México está construida sobre ese pésimo lugar. El subsuelo se había secado durante siglos y el desorden y la corrupción habían cobrado vidas. De hecho, grandes obras y símbolo del desarrollo de los últimos años, como el Centro Médico o la Unidad Tlatelolco, se habían colapsado.

Pero esa dura lección solamente provocó cosas como que se deshabitara el centro de la ciudad (la zona más afectada durante el terremoto y en el que, desde la fundación de la ciudad, vivía y se movía la mayor cantidad de personas) y crecieran las zonas conurbadas del Estado de México.

Así, municipios como Ecatepec, Cuautitlán Izcalli o Los Reyes La Paz crecieron aceleradamente y se complicaron servicios como agua y transporte. Las calidad de vida de muchas personas bajó además por las crisis económicas.

Las largas distancias que tenían que recorrer ahora las personas (acompañado de otros factores) impulsaron, por ejemplo, el aumento en el número de coches que circulaban diariamente en la Ciudad de México creando nuevos problemas como el aumento en los índices de contaminación; además, nacieron los microbuses como alternativa para las personas que ahora tenían que moverse desde las nuevas colonias alejadas y de difícil acceso. Ya era un caos todavía más grande del que ya era históricamente la ciudad.

Al mismo tiempo, durante más de una década, colonias como la Roma y la Condesa se vaciaron también por los daños que habían sufrido en los terremotos de 1985 y perdieron poco a poco el esplendor que habían vivido cuatro décadas atrás.

Por si fuera poco, a mediados de los 90, un vecino incómodo nos recordó que también sigue por acá: el Popocatépetl. El volcán despertó de su letargo y nos enseñó que, aunque le gusta convivir con nosotros, es una amenaza que también pende sobre los habitantes de la Ciudad de México.

Y ya para la década del 2000, pocos se acordaban de la lección del 85 (también generado por el cambio generacional y la poca conciencia histórica que existe en México). Se construyeron segundos pisos, se volvieron a llenar colonias como la Condesa y la Roma atraídos, primero, por los bajos precios, y el surgimiento de un ambiente hipster con tintes modernistas. Los temblores ya eran simples anécdotas.

El 7 de septiembre de 2017, volvió a temblar, ahora más fuerte que en 1985, y aunque hubo daños en Guerrero y Oaxaca, en la Ciudad de México no pasó prácticamente nada. No faltaron los triunfalistas que dijeron que la capital ya era segura y que las personas ya sabían cómo reaccionar.

Pero unos días después, el 19 de septiembre, se volvió a demostrar que los chilangos viven en un lugar amenazado por la naturaleza y que la reacción de ésta no siempre se puede prever.

El terremoto de ese día no llegó por donde se esperaba desde 1985 (de las costas del Pacífico), sino de un lugar más cercano, entre Morelos y Puebla, generando un impresionante movimiento y con gran poder destructor.

Aquellos que no quisieron participar en los simulacros de unas horas antes o quienes se burlaban de cómo los más viejos se espantaban ante un temblor, ahora aprendían qué es un terremoto y qué puede provocar.

Si bien la destrucción de 2017 no es equiparable a la de 1985 (no se destruyeron hospitales, multifamiliares, infraestructura clave de telecomunicaciones, etc. porque, además, el terremoto tuvo otras características), la realidad es que pocos supieron qué hacer y volvieron a reaccionar más con un sentido de urgencia que con conocimiento.

Las cosas hubieran sido más fáciles si se hubiera aprendido más de 1985 y quizá hoy viviríamos con menos miedo a cosas que sí surgieron de la primera tragedia, como la Alerta Sísmica.

Los chilangos vivimos en una zona amenazada por los desastres naturales, inclusive unos de ellos provocados por los mismos chilangos, como las inundaciones (o ‘encharcamientos’, como les dicen las autoridades), pero la mayoría prefiere olvidar que hacer conciencia de ello.

De las tragedias se debe aprender para que no se repitan. En unos años veremos qué aprendimos de 2017. Por lo pronto, olvidar, no es opción.

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