
HACE 30 AÑOS, fui con mi cuñado al Estadio Azteca para ver el primer juego de octavos de final de la Selección Mexicana en un Mundial desde 1970. Yo tenía 12 años, así que para mí era algo nunca antes visto.
Era el tercer partido de México 86 que me tocaba ver en vivo, y el segundo en un estupendo lugar de platea alta que había conseguido mi papá, justo a la altura de la portería en donde, minutos después, se escribiría un importante página de la historia para quienes amamos el futbol… y, bueno, una semana antes, también en esa portería había fallado un penalty uno de los ídolos de mi infancia: Hugo Sánchez.
El encuentro era contra Bulgaria, y como no eran épocas de globalización, yo no sabía muy bien dónde estaba ese país o cómo era su futbol, por lo que esa mañana revisé a detalle el periódico para llegar bien informado sobre el rival en turno.
Como todos los juegos de esa Copa del Mundo en el Azteca, ese domingo, en el que también se festejaba el Día del Padre, las tribunas estaban llenas y con un ambiente festivo, a pesar de que era una audiencia clasemediera que nunca antes había visto en ese estadio, al que ya acudía con cierta regularidad para ver al América.
Un señor disfrazado de Pique (el chile-mascota de ese Mundial), un español llamado Manolo que portaba un gran tambor y un joven tapatío que había logrado introducir una enorme bandera tricolor, eran los encargados de dirigir las porras recorriendo toda la parte baja de las tribunas del estadio.
Recuerdo muy bien una pancarta, perfectamente elaborada, que colgaba de uno de los palcos y decía «En Bulgaria desayunarán con leche búlgara, pero en México desayunamos con Huevos», que, bueno, en tiempos donde no se le gritaba «puto» al arquero visitante, sonaba fuerte y divertida.
Pero el momento más emotivo de ese mediodía (el juego inició a las 12.00) fue el gol de tijera que metió Manuel Negrete a través de una jugada de pared que hizo con Javier Aguirre (el primero Puma y el segundo americanista).
No recuerdo haber festejado un gol de México con tanta alegría como ese, en un ambiente irrepetible como el de aquel día y con tanta espectacularidad de parte de un jugador que ya era figura en el futbol nacional. Para mí, fue un momento feliz.
La Selección Mexicana ganó ese juego y disputaría los cuartos de final (el quinto partido, pues) contra Alemania, por lo que los cánticos como «duro-con-los-na-zis, duro-con-los-na-zis» se empezaban a escuchar en la tribuna (hoy, con nuestra piel tan delgada, sería políticamente incorrecto escuchar algo como eso), seguidos de otros más críticos como «Hugo tarugo, Negrete sí lo mete», «Hugo para España» o «Bora a Yugoslavia».
El partido llevaba casi 10 minutos de haber terminado y las más de 110 mil personas que estábamos en el estadio permanecíamos en nuestro lugar, de pie y aplaudiendo a los jugadores que también se habían quedado en la cancha.
Lo mismo aplaudía el Presidente Miguel de la Madrid, que la señora encopetada (así eran las señoras «nice» de los 80) que estaba junto a mí y que no entendió nada de lo que pasaba durante los 90 minutos del partido. Pero ahora sí celebraba.
De repente, los tres porristas que no habían parado de animar a la tribuna durante más de dos horas, llegaron al centro de la cancha para dirigir una porra espectacular, que esas más de 110 mil gargantas entonamos al unísono: «chiquitibúm a la bim bom bá, chiquitibúm a la bim bom bá, a la bío, a la báo, a la bim bom bá, México, México, ra ra rá…».
En el contexto de desesperanza que vivía el País en esos días, padeciendo una fuerte crisis reciente, a la cual habían precedido otro par de fuertes crisis y a la que seguirían otro par de crisis todavía más fuertes, esa porra sonaba a una especie de desahogo para celebrar a una nación que no había ganado nada y sí perdido mucho. Quizá dirán que era la «enajenación del futbol», pero para mí era un desahogo.
Esa porra, en el marco del Estadio Azteca, era el final perfecto para ese momento feliz.
A la salida, mientras caminábamos al autobús, llevaba grabado el recuerdo de ese magnífico gol (cuya foto adornó muchos años mi recámara y que hasta se mereció una placa especial en el Estadio Azteca, la cual trato de visitar cada vez que voy y que está a un lado de la del gol de Maradona) y me unía al unísono grito de miles de personas que decían «¡el Día del Padre, les dimos en su madre!, ¡el Día del Padre, les dimos en su madre…!».